de Alexis Diaz Pimienta
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Citemos al maestro Leo Brouwer (1989: 21):
"La improvisación [...] es suficientemente importante como para exigir un análisis que se le ha negado, que no existe. Parece que el espíritu científico que nos caracteriza ha olvidado que los factores casuales encajan en las teorías físico-matemáticas de la probabilidad".
Y aunque Brouwer se refiere a la improvisación aleatoria en música, nunca la ropa nos quedó tan bien puesta.
La poesía oral improvisada es la más genuinamente popular de nuestras artes populares, sin élites pomposas ni academias; pero sigue faltando —quizás nunca hizo tanta falta como ahora— un acercamiento teórico, con las técnicas modernas de las ciencias estéticas, a la improvisación como fenómeno cultural masivo y como fenómeno creador individual.
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"El repentismo ha sido siempre un arte propio de ‘gente rústica’, como ya desde el siglo XVII advertía Rodrigo Caro en su obra Días geniales o lúdricos (Armistead 1994: 41-69). Este ruralismo es, quizá, otra de las causas que lo han mantenido soterrado, lejos de las academias y de los hombres ‘cultos’. El poeta oral (labrador, carretero, minero, pescador: pobre y casi siempre iletrado) no tenía más vehículo de expresión y de comunicación estética que su propia palabra, ni tenía más temas que cantar (privado como estaba del privilegio de la lectura, esa posibilidad real de encontrar nuevos temas) que sus propios problemas. Aunque lo de “iletrado” no debe confundirnos y convertir en dogma aquello del vocabulario “elemental y reducido”, ya que esto puede ser un espejismo, una generalización peligrosamente baladí; recordemos lo que decía con Zumthor (1989: 149): “El iletrado –la parte 'analfabeta' de mí, de ti, en la sociedad entera– domina menos palabras y menos cantidad de ellas, pero está, en cambio, más cerca de ellas”. Esta “cercanía a las palabras”, ese don de tocarlas, palparlas, olerlas, degustarlas con fruición de perito, es algo inherentes a los poetas orales, pero sobre todo a los improvisadores, que parecen paladearlas con desfachatez y compartirlas con el público, como las aves cuando alimentan a sus polluelos, pico a pico, uno por uno; solo que el improvisador alimenta a su público pico a oído y de manera colectiva"
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" la velocidad del improvisador es muchas veces vista como una facilidad —incluso como un ‘facilismo’— y no como un grado de dificultad, ignorándose que tal premura creativa responde a una estética y a una poética específicas de un arte específico dentro de la oralidad misma. Se desconoce que la velocidad del improvisador, lo irreflexivo del discurso y la inmediatez, son valores independientes del texto improvisado.
Las sociedades modernas están regidas por la velocidad, y la velocidad, en cualquier aspecto de la vida, tiene una categoría de valor. Así pues, el hecho de que la improvisación, capaz de hacer ‘poesía’ a gran velocidad y de elevar a categoría estética cualquier hecho banal y cotidiano, aún pase renqueando por nuestra escala de valores, demuestra que el prejuicio estético contra la oralidad está mucho más arraigado en nuestras mentes que este juicio sociológico sobre la velocidad en la vida moderna. A esa verdad estamos enfrentándonos"
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